Érase una vez un árbol que sonreía...
Era tímido, no se mostraba así como así a las personas, pero las aves del cielo sí que habían captado su felicidad y revoloteaban a su alrededor.
Se alzaba solitario en la colina y desde allí divisaba el mundo. Y le gustaba. Y gozaba de él.
La amable tierra le alimentaba y él crecía y crecía, alzándose hacia el cielo, imperceptiblemente pero con seguridad. Sus raíces horadaban el suelo, asentándose cada vez más.
Los días de lluvia disfrutaba del frescor y sus hojas se llenaban de perlas transparentes.
Los días de viento se mecía en él y la canción de sus ramas se unía a la melodía del aire.
Durante años abría mi ventana y era incapaz de verle; ya dije que era tímido: se escondía en el paisaje. Pero una mañana me sentí profundamente triste: el mundo no me parecía amable. Supongo que él se dio cuenta y me abrió su corazón. Instintivamente me acerqué a la ventana y le vi. ¡Me sonreía! ¡Un árbol me sonreía haciéndome olvidar mis pesares!. Le agradecí profundamente su regalo y me quedé mucho rato mirándole. Hizo que me sintiera feliz.
A partir de entonces cada día le saludaba y le devolvía la sonrisa. Su gesto era tan natural, tan desinteresado... no pedía nada a cambio. Simplemente irradiaba alegría.
Una tarde le miré y me quedé petrificada. Le habían quitado la sonrisa pensando que tan sólo eran ramas secas. Pero él seguía allí. Intenté darle ánimos, decirle que el mundo seguía siendo bello... no sé si lo conseguí; él ya no podía expresarse.
Su muerte llegó poco después. Un jardinero desalmado acabó con él. Pero no del todo.
Árbol sonriente, mientras yo viva un poco de ti vivirá conmigo.
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