divendres, 7 de novembre del 2008


La carretera avanzaba sinuosa por la ladera de la montaña. El calor menguaba a medida que íbamos subiendo. Mis ojos de niña veían maravillados los bosques de abetos que corrían tras la ventanilla. Pensaba en las hadas que habitarían entre las raíces, en los ciervos que corretearían entre las sombras, en los pájaros que cantarían entre las ramas.


Por fin llegamos a lo alto del puerto. Bajé del coche para ir a saludar a los caballos que allí pastaban. Prados y más prados, que se extendían hasta el infinito. Y hasta allí fui.


Bajo mis pies el abismo y ante mi mirada el panorama más maravilloso que hubiera podido soñar. Mil metros más abajo se abría un valle cruzado por un río; las montañas de blancas cimas lo protegían.


Respiré hondo, emocionada, sin poder moverme, hechizada ante tanta belleza. Y me invadió un pensamiento: la honda certeza de que Dios existe, sin dudas, sin preguntas.


Nunca he vuelto a experimentar esa sensación. He recorrido valles, pueblos, montañas... he vivido en ellas, pero mi corazón no ha sentido otra vez lo mismo.


Quizás si volviera a ver el mundo con alma de niña...